
Después de veinte años en esto de los libros, puedo
asegurar que son muy contadas las ocasiones en las que se han dado las felices
circunstancias para que uno disfrute del trabajo como he disfrutado yo con Moby-Duck. Tampoco es que se hayan
alineado los planetas ni que haya pasado nada extremadamente raro o milagroso,
no. Pero que una colega —¡Gracias, Isabel!— te recomiende a una editorial sin
apenas conocerte, habiendo coincidido casi de pasada en una red virtual
de traductores de todo el mundo donde lo más fácil es que uno confunda las caras,
los nombres y las intervenciones de los colegas de profesión, que esa editorial
te proponga traducir un libro sin que hayas trabajado jamás para ellos pese a
que se trata de una de las grandes editoriales de este país y parte del
extranjero, que leas el libro y te parezca cojonudo, que repases la crítica
nacional y foránea y coincidas en que es una obra amena e interesante que
combina con pasmosa naturalidad la novela de aventuras navales con el periodismo
de investigación, la divulgación científica con la denuncia ecologista, las
crónicas de exploración y supervivencia en el Ártico con un ensayo lleno de
ternura acerca de la infancia y una aguda reflexión sobre la sociedad de
consumo con la narrativa de viajes, que te pases dos meses inmerso en la
traducción sin dejar de disfrutarla, pese a que entrañe bastante dificultad —no
porque esté mal escrito, como ocurre tantas veces cuando uno traduce un texto,
sino más bien por la diversidad de temas que toca y el esfuerzo de
documentación que ello exige—, que contactes con el autor para consultarle
cuatro cosillas y que, además de escribir de maravilla, sea un tío más majo que
las pesetas, que ocurra todo eso y que, encima, te paguen... bueno, cómo
decirlo: para un servidor es francamente un lujo más que escaso.