lunes, 26 de marzo de 2012

En la casa del traductor, o aquí no hay quien viva


No sé el resto de la comunidad freelance doméstica cómo lo lleva, pero yo hay días en los que merecería cobrar una pasta —a ser posible, gansa— solamente por estar en mi casa (trabajando o no).

Curiosamente, esos días suelen coincidir —¡Hola, Murphy!— con los de más trabajo, con esos días en los que uno está especialmente enfrascado en alguna de esas tareas difíciles y absorbentes que los traductores tenemos la manía de acometer para ganarnos las lentejas.

Creo que, si algún día les da por legislar la actividad profesional del autónomo que curra en casa, deberíamos pedir que las comunidades de propietarios de los edificios donde residimos y trabajamos nos abonen periódicamente unos honorarios que se correspondan con esas labores de conserjería, atención al público y vigilancia de la finca que tan diligentemente desempeñamos todos los santos días laborables.

Además de estar siempre disponibles para levantarnos de nuestra incómoda silla del despacho, abandonar alegremente la insignificante traducción que estamos haciendo —no sin antes pulsar +s por si se va la luz—, desplazarnos dichosos hasta la cocina, descolgar el telefonillo y responder con toda amabilidad al cartero de Correos (que ya sabe que tiene que llamar a tu piso porque eres el único que está siempre), al que no es de Correos (lo de la liberalización del negocio postal es una murga añadida: ahora ya no hay un cartero, sino varios), al que viene a dejar una carta en el buzón para el vecino del 5º B y que siempre te lo justifica diciendo: «Es que no está en casa» (pues claro que no está: digo yo que si estuviera no me darías a mí el coñazo con la cartita), al que viene a arreglar el ascensor, al de la revisión de las calderas, al de la antena parabólica de la azotea, al chino que te grita: «¡Polopaganda comelcial!» y a toda esa variada fauna que acude en tropel a tu portero automático, además de eso, repito, recibimos a otras especies que, sirviéndose de no sé qué ardides, logran sortear la barrera del portal de la calle y cuya llamada a la puerta de nuestro domicilio es siempre motivo de dicha; a saber:

Los del tal Jehová te preguntan y acto seguido te invitan a conocer la respuesta. 
Les da igual cómo lo veas, tú.

Los testigos de Jehová, que son los reyes y reinas del puerta a puerta. Mi conjetura es que son tan incorpóreos y espirituales que logran acceder a la escalera de vecinos colándose por debajo de la puerta de la calle o por el ojo de la cerradura. Van de dos en dos, como la Guardia Civil —yo juego a adivinar quién de los dos es el cabo y quién el número; un día se lo pregunté a una pareja de ellos y, como es natural, no entendieron el chiste—, en lo que es una clara estrategia para superarte en número y aprovecharse de que estás con la guardia baja para preguntarte cosas raras y a la vez proponerte las respuestas. Siempre se agradece que te interrumpan cuando estás trabajando para ofrecerte unas interesantes enseñanzas sobre lo mal que está el mundo y lo mucho que su ficticio jefe celestial puede hacer para arreglar todos nuestros males terrenos y espirituales. Claramente, a ellos les funciona su fe en los arreglamundos de las alturas: no hay más que ver que no necesitan trabajar porque siempre llegan en horas laborables, porque van vestidos con ropa de color beige de buena calidad y clásica, de esa que tiene por lo menos 30 años, y por lo general se les ve sonrientes y bien alimentados. Para librarte de ellos, lo mejor es decirles que eres musulmán y que aborreces toda modalidad de cristianismo. Nunca, repito, nunca hay que decirles que eres ateo. Eso es como echar leña al fuego: les da fuerzas para insistir en convencerte de las bondades de toda esa gama suya de divinos personajes de ficción y no te los quitas de encima ni en dos horas.

El segundo clásico de la interrupción a domicilio del traductor de a pie son los y las representantes comerciales de las compañías de la luz, el agua y el gas —en mi caso, Iberdrola y Gas Natural—, que son tan variados e innumerables como los project managers de cualquier gran agencia de traducción inglesa (y, por lo que parece, los van rotando con la misma frecuencia). Se trata de una especie invasora de aparición reciente que, emulando a esa otra plaga de nuestros tiempos, la del mejillón cebra, se deben de encaramar por los desagües para colarse en nuestras escaleras sin pasar por el filtro del traductor que responde al interfono. Ellos van siempre de traje, aunque tienen pinta de tener entre catorce y dieciséis años, por el tenue bigotillo de recadero que lucen y porque los trajes y las camisas que llevan parecen heredados de un difunto que era más corpulento y cuelligrueso. Lo más divertido que se puede hacer con ellos es soltarles de buenas a primeras un ordinal bien gordo, como «Eres el septuagésimo octavo que me envía Iberdrola» y observar la cara que se les queda, como de «¿Me estará insultando o qué». Normal, pues como todos los días podemos comprobar simplemente viendo los telediarios, al parecer en la ESO ya sólo enseñan los ordinales hasta el número diez. Ellas van como disfrazadas de azafata de congresos o algo así, elegantes al estilo mercadillo, y suelen pertenecer a la peligrosa subespecie choni. La última que vino, al decirle yo que me dejase en paz, que estaba trabajando, me espetó en un tono de lo más zafio y barriobajero: «¡Anda ya! ¿Y qué más? Si vas en chándal y zapatillas…». Le tuve que recordar que esas no son maneras de tratar a un posible cliente, ni que vaya en chándal ni que vista de Prada (ni a nadie, vamos).  y dieciueda ofrecer la competencia. VanEstos impúberes trajeados siempre tienen suculentos descuentos que ofrecerte y que, por supuesto, superan enormemente a cualesquiera otros que te pueda ofrecer la competencia. La única manera de librarte de ellos sin recurrir a armas contundentes es decirles que la compañía a la que representan ya te aplica en la factura los correspondientes descuentos, de los que estás muy contento, por cierto. Jamás de los jamases hay que decirles que ya tienes esos descuentos pero con otra compañía competidora. Eso hace que les entre un síndrome idéntico al de los testículos de Jehová y que procedan a largarte la lista infinita de las bondades de «sus» celestiales descuentos y ya no te libras de ellos ni en dos horas.

El voraz de Pini con los restos de una visita inoportuna.

Luego está una tercera especie de intrusos, aunque son los menos frecuentes: los cacos desvalijaviejas. Hace unos meses llamó a mi puerta una pareja de lo que a mí me parecieron zíngaros balcánicos semidisfrazados de comerciales o vendedores de alguna clase. Mientras ella, muda, me entregaba un documento metido en una funda de plástico para que lo inspeccionase, documento que no acepté porque vi al instante que el membrete no era de ningún estamento oficial y ya me olí la tostada, su escurridizo compinche hizo amago de colarse en casa. En esas apareció el perro, ladrando de alegría, lo que detuvo temporalmente al intruso, que obviamente no tenía ni idea de perros, así que un servidor aprovechó para valerse de su voz de estibador portuario y de toda la retahíla de tacos que ha ido acumulando a lo largo de los años para echarlos a los dos de allí de malas maneras y llamar inmediatamente a la policía municipal (que, por supuesto, jamás apareció).

Al final, de tanto bregar con estas gentes se te va formando un callo en el carácter que te hace invulnerable a los que te llaman por teléfono y les dices que tienen mal el número e, insistentes, vuelven a llamar con la errónea idea de que se han equivocado al marcarlo, a las señoras que, en la cola del supermercado, te sueltan un alegato digno de Perry Mason para justificar que tienen que pasar por caja antes que tú, a los jubiletas que te cuentan la vida y milagros de su perro Blacky o Laica cuando te los cruzas por el parque mientras paseas al tuyo, al borrachuzo pegajoso con ganas de palique que hay en todos los bares de España y a cualquier otra clase de plasta profesional o amateur que pueda existir en este mundo. Algo bueno tenía que tener, ¿no? 

martes, 13 de marzo de 2012

Entrevista en RNE a propósito de Moby-Duck


La semana pasada, para mi sorpresa, me telefonearon del programa Españoles en la mar de Radio Exterior (RNE) para entrevistarme sobre el libro Moby-Duck, de Donovan Hohn, acerca del cual ya escribí esta entrada el mes pasado.